Esta semana a muchos marinos les ha pillado el caos de Ever Given. Tienen relativa suerte. Hay a quien le pilló la Guerra de los Seis Días.
El 5 de junio de 1967, tras días en los que la tensión entre Israel y Egipto no había hecho más que escalar, un total de quince barcos mercantes provenientes de ocho países distintos decidieron no hacer como otros compañeros, que optaron por la costosa y lenta ruta del Cabo de Buena Esperanza, y se lanzaron al Canal de Suez.
Israel capturó la península del Sinaí, a las puertas de la ruta. Egipto decidió nacionalizar el canal y tiró a la arteria cuantiosas toneladas que bloqueasen el tránsito: un centenar de secciones de puentes, chatarra náutica y hasta 750.000 artefactos explosivos. A los barcos les dio tiempo de refugiarse en el Gran Lago Amargo, el primero y más grande de los tres que hay en este estrecho fluvial de 190 kilómetros.
Según The New York Times, los tripulantes de aquellas naves «se apiñaban en el medio del lago como un vagón esperando un ataque indio”. Podían ver cómo ambos ejércitos se disparaban y lanzaban cohetes por encima de sus cabezas.
El día 10 de junio fue, oficialmente, el último día de la contienda. Pero la apertura del canal y el fin de las hostilidades estarían aún lejos. En septiembre, mientras ambos estados firmaban en Sudán la resolución de Jartum, tropas egipcias, británicas, americanas y francesas estaban aún enfangadas en las tareas de limpieza de los escombros y minas lanzadas, que les llevaría más de un año. Con todo, que el camino estuviese despejado no quería decir que el país árabe fuese a reabrir el tránsito. Hoy la respuesta diplomática seguramente habría sido distinta, pero entonces lo que se hizo fue obligar a aquellos barcos a permanecer quietos hasta nuevo aviso.